Puse el señalador en la página, tomé el último sorbo del café frío y me dispuse a escuchar una buena razón que explicara las vueltas que diste. “¿te molesta si me siento?” me dijiste, y pensé sí, la verdad sí… no me dejas seguir leyendo, pero en cambio te dije que no, que no había ningún problema. (total no le estaba prestando demasiada atención al libro). Hablamos de mí, de lo que me gustaba, y lo que te gustaba a vos, de música, libros y deportes. Me invitaste un café mientras seguíamos hablando de los diferentes gustos y la personalidad de cada uno. Me contaste también, que jugabas al futbol y yo te conté que me encantaba leer y dibujar. Y ahí estaban de nuevo esas personalidades diferentes: por un lado el típico carilindo, castaño con ojos celestes, que no le da vergüenza nada, el que cree tener todo al alcance de su mano; y por el otro lado la chica rubia con el pelo corto y los ojos marrones, callada pero segura de sí misma y decidida, aquella persona que tiene que luchar por lo que quiere y que no se rinde tan fácil, que no se deja manejar.
Te veía como alguien completamente caradura, pero me simpatizabas. Después de hablar una hora, me dí cuenta que ya estaba oscureciendo y que tenía que empezar a volver a casa porque se me iba a hacer tarde, me pediste mi número de teléfono para arreglar para otro día y me acompañaste hasta el subte. Una vez arriba, me puse a pensar en todo lo que habíamos hablado. ¡Y pensar que te había visto como un idiota cuando me acerqué a preguntarte por qué me mirabas! Aproveché los 20 minutos que me faltaban hasta llegar y pensé que loco era todo. Ir a tomar un café y leer, y terminar charlando con un desconocido que termina siendo simpático y hasta me pide mi número.
Llegué a mi casa, me saqué las botas mojadas y las dejé al lado de la puerta, colgué el piloto en el perchero y me fui a bañar. Cuando salí, tenía un mensaje.
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